martes, 27 de diciembre de 2011

Mi Infierno particular (MªJosé Zamorano de Lamo)

Personalmente, siempre he pensado que sería mucho menos aburrido esperar el Juicio Final en el Infierno que en el Cielo. Y digo esto porque no me parece que aprovechar la vida sea realizar buenas acciones en todo momento, considerándose pecado muchos actos que no hacen otra cosa que liberar el espíritu humano. Por supuesto que no hablo de robar, matar, violar o hacerle la vida imposible al prójimo. Hablo de otros pecados de menor importancia por los cuales, según la Santa Iglesia, más de la mitad de la Humanidad debería arder en las llamas del Infierno.

Así pues, mi infierno particular tendría una parte reservada a todos aquellos que, siendo magníficas personas, no tuvieron miedo a mostrarse tal y como eran o a expresar su inconformidad con lo que otros llamaban "correcto". Sería una especie de Limbo dantesco, en el que podríamos encontrar a reconocidos personajes como Gandhi, nuestros queridos García Lorca y Miguel Hernández, o incluso el mismísimo Freddie Mercury. El único castigo que éstos sufrirían sería el hecho de permanecer allí eternamente sin disfrutar de las comodidades que deben tener los que acuden al Cielo, aunque esto no les impediría poder seguir siendo auténticos.

A continuación, comenzaría el verdadero infierno: atendiendo a la gravedad de sus pecados, las almas condenadas estarían divididas, no en profundos círculos, sino en diferentes islas, separadas todas ellas por un profundo, espeso e hirviente mar, que recordaría a los calderos que las malvadas brujas usan para crear sus pociones en las películas. Para desgracia de los condenados, este infierno carece de un Caronte, por lo que las almas deberían cruzar este mar a nado, en medio de llantos y sollozos al sentir en su piel las quemaduras del ardiente mejunje. Al llegar a la isla más cercana, la más grande de todas, sólo podrían pisar tierra los desgraciados que dedicaron su vida a robar y estafar a otros. Aquí encontraríamos a algunos políticos corruptos como Francisco Camps o Julián Muñoz. Su castigo consistiría simplemente en pasar la eternidad en medio de gritos y estruendosas voces que emitieran acusaciones, de las cuales no podrían ya nunca liberarse ni aunque, desesperados, reconocieran sus delitos.

Más lejos de esta isla, y de menor tamaño, se encontraría la Isla de los Ciegos, personas que, creyendo hacer el bien con el fin de acabar en el Cielo, se olvidaron de atender cosas de gran importancia como sus propias familias. Me refiero a muchos beatos que pasaron sus vidas rezando por miedo a terminar aquí mismo, sin importarles al final nada más que la pureza de sus almas. Estos espectros tendrían arrancados los ojos, y chocarían unos con otros continuamente.

Más alejada estaría la Isla de los Asesinos y Violadores. Aquí permanecerían las almas que en vida despreciaron y maltrataron a otras personas, llegando incluso a creerse con derecho a quitarles a otros la vida. Estos espíritus, deformes, sin rostro, tendrían las extremidades mutiladas, por lo cual sólo quedaría de ellos un tronco ligado al suelo, expuesto a las picaduras de miles de serpientes, mientras que una lluvia negra cae sobre ellos, incesante. También en esta isla podríamos encontrar, aunque no reconocer, a millones de eclesiásticos que pecaron de manera desmesurada mientras condenaban a otros.

Finalmente, y en la isla más pequeña de todas, encontraríamos a crueles dictadores como Hitler o Franco. No podrían verse ni oírse los unos a los otros, pues permanecerían desnudos en profundas fosas bajo la más absoluta oscuridad, sin que sus lamentos pudiesen ser oídos por nadie más que ellos mismos. En sus cabezas resonarían constantemente estallidos de bombas y cañones, mientras un gran dolor clavado en sus costados les haría retorcerse, agonizantes.

Después de imaginar este infierno, a cualquiera la idea de esperar allí el Juicio le parecerá menos atractiva, pero, por suerte, podemos todavía dar rienda suelta a nuestra imaginación y crear un Purgatorio al estilo de Dante, confiando en que todos nuestros pecados sean al fin perdonados para recostarnos sobre una esponjosa nube mientras sonrientes querubines tocan armoniosas melodías con sus trompetas, si es que existe ese lugar al que todos llaman Cielo.

jueves, 17 de noviembre de 2011

La versión de Eco y Narciso en las Metamorfosis

MetamorfosisUno de los episodios más hermosos de Metamorfosis es el de la historia de Eco y Narciso.


En la mitología griega, Narciso  era un joven conocido por su gran belleza. Acerca de su mito perduran varias versiones; en la de Virgilio, su historia se entrelaza por primera vez con la de Eco y se relaciona con  la profecía de Tiresias.


A continuación tenéis un extracto de los versos dedicados a estos personajes (Libro Tercero de Las metamorfosis). Comprobaréis que la versión en prosa que hemos leído en clase ( la edición de Clásicos adaptados de Vicens Vives) es, lógicamente,  bastante más fácil de seguir.


Y como una muestra más de que las historias míticas tienen un valor atemporal y se vuelve a ellas continuamente, escuchad la canción con la que Christina Rosenvinge retoma y actualiza musicalmente la historia de estos dos personajes.


youtube.com/watch?v=7uk4KiET2XE&feature=related
Espero vuestros comentarios sobre la versión de esta cantautora madrileña





Narciso y Eco (Libro III)



Él, por las aonias ciudades, por su fama celebradísimo, 
 irreprochables daba al pueblo que las pedía sus respuestas. 
La primera, de su voz, por su cumplimiento ratificada, hizo la comprobación 
la azul Liríope, a la que un día en su corriente curva 
estrechó, y encerrada el Cefiso en sus ondas 
fuerza le hizo. Expulsó de su útero pleno bellísima 
 un pequeño la ninfa, ya entonces que podría ser amado, 
y Narciso lo llama, del cual consultado si habría 
los tiempos largos de ver de una madura senectud, 
el fatídico vate: “Si a sí no se conociera”, dijo. /…/

Pues a su tercer quinquenio un año el Cefisio 
había añadido y pudiera un muchacho como un joven parecer. 
Muchos jóvenes a él, muchas muchachas lo desearon. 
Pero -hubo en su tierna hermosura tan dura soberbia- 
 ninguno a él, de los jóvenes, ninguna lo conmovió, de las muchachas. 

Lo contempla a él, cuando temblorosos azuzaba a las redes a unos ciervos, 
la vocal nifa, la que ni a callar ante quien habla, 
ni primero ella a hablar había aprendido, la resonante Eco. 
Un cuerpo todavía Eco, no voz era, y aun así, un uso, 
 gárrula, no distinto de su boca que ahora tiene tenía: 
que devolver, de las muchas, las palabras postreras pudiese. 
Había hecho esto Juno, porque, cuando sorpender pudiese 
bajo el Júpiter suyo muchas veces a ninfas en el monte yaciendo, 
ella a la diosa, prudente, con un largo discurso retenía 
 mientras huyeran las ninfas./…/
 
Así pues, cuando a Narciso, que por desviados campos vagaba, 
vio y se encendió, sigue sus huellas furtivamente, 
y mientras más le sigue, con una llama más cercana se enciende /…/

 Oh cuántas veces quiso con blandas palabras acercársele 
y dirigirle tiernas súplicas. Su naturaleza en contra pugna, 
y no permite que empiece; pero, lo que permite, ella dispuesta está 
a esperar sonidos a los que sus palabras remita. 

Por azar el muchacho, del grupo fiel de sus compañeros apartado 
 había dicho: “¿Alguien hay?”, y “hay”, había respondido Eco. 
Él quédase suspendido y cuando su penetrante vista a todas partes dirige, 
con voz grande: “Ven”, clama; llama ella a aquel que llama. 
Vuelve la vista y, de nuevo, nadie al venir: “¿Por qué”, dice, 
“me huyes?”, y tantas, cuantas dijo, palabras recibe. 
 Persiste y, engañado de la alterna voz por la imagen: 
“Aquí unámonos”, dice, y ella, que con más gusto nunca 
respondería a ningún sonido: “Unámonos”, respondió Eco, 
y las palabras secunda ella suyas, y saliendo del bosque 
caminaba para echar sus brazos al esperado cuello. 
Él huye, y al huir: “¡Tus manos de mis abrazos quita! 
Antes”, dice, “pereceré, de que tú dispongas de nos.” 
Repite ella nada sino: “tú dispongas de nos.” 

Despreciada se esconde en las espesuras, y pudibunda con frondas su cara 
protege, y solas desde aquello vive en las cavernas. 
. Pero, aun así, prendido tiene el amor, y crece por el dolor del rechazo, 
y atenúan, vigilantes, su cuerpo desgraciado las ansias, 
y contrae su piel la delgadez y al aire el jugo 
todo de su cuerpo se marcha; voz tan solo y huesos restan: 
la voz queda, los huesos cuentan que de la piedra cogieron la figura. 

 Desde entonces se esconde en las espesuras y por nadie en el monte es vista, 
por todos oída es: el sonido es el que vive en ella.
Así a ésta, así a las otras, ninfas en las ondas o en los montes 
originadas, había burlado él, así las uniones antes masculinas. 
De ahí las manos uno, desdeñado, al éter levantando: 
 “Que así aunque ame él, así no posea lo que ha amado.” 
Había dicho. Asintió a esas súplicas la Ramnusia, justas. 
Un manantial había impoluto, de nítidas ondas argénteo, 
que ni los pastores ni sus cabritas pastadas en el monte 
habían tocado, u otro ganado, que ningún ave 
 ni fiera había turbado ni caída de su árbol una rama;/…/ 

Aquí el muchacho, del esfuerzo de cazar cansado y del calor, 
se postró, por la belleza del lugar y por el manantial llevado, 
 y mientras su sed sedar desea, sed otra le creció, 
y mientras bebe, al verla, arrebatado por la imagen de su hermosura, 
una esperanza sin cuerpo ama: cuerpo cree ser lo que onda es. 
Quédase suspendido él de sí mismo y, inmóvil con el rostro mismo, 
queda prendido, como de pario mármol formada una estatua. 
Contempla, en el suelo echado, una geminada -sus luces- estrella, 
y dignos de Baco, dignos también de Apolo unos cabellos, 
y unas impúberas mejillas, y el marfileño cuello, y el decor
de la boca y en el níveo candor mezclado un rubor, 
y todas las cosas admira por las que es admirable él. 

 A sí se desea, imprudente, y el que aprueba, él mismo apruébase, 
y mientras busca búscase, y al par enciende y arde. 
Cuántas veces, inútiles, dio besos al falaz manantial. 
En mitad de ellas visto, cuántas veces sus brazos que coger intentaban 
su cuello sumergió en las aguas, y no se atrapó en ellas. 
 Qué vea no sabe, pero lo que ve, se abrasa en ello, 
y a sus ojos el mismo error que los engaña los incita. 
Crédulo, ¿por qué en vano unas apariencias fugaces coger intentas? 
Lo que buscas está en ninguna parte, lo que amas, vuélvete: lo pierdes. 
Ésa que ves, de una reverberada imagen la sombra es: 
 nada tiene ella de sí. Contigo llega y se queda, 
contigo se retirará, si tú retirarte puedas. 
No a él de Ceres, no a él cuidado de descanso 
abstraerlo de ahí puede, sino que en la opaca hierba derramado 
contempla con no colmada luz la mendaz forma 
 y por los ojos muere él suyos, y un poco alzándose, 
a las circunstantes espesuras tendiendo sus brazos: 
“¿Es que alguien, oh espesuras, más cruelmente”, dijo, “ha amado? /…/
Me place, y lo veo, pero lo que veo y me place, 
no, aun así, hallo: tan gran error tiene al amante. /…/ 
Quien quiera que eres, aquí sal, ¿por qué, muchacho único, me engañas, 
 o a dónde, buscado, marchas? Ciertamente ni una figura ni una edad 
es la mía de la que huyas, y me amaron a mí también ninfas. 
Una esperanza no sé cuál con rostro prometes amigo, 
y cuando yo he acercado a ti los brazos, los acercas de grado, 
cuando he reído sonríes; lágrimas también a menudo he notado 
 yo al llorar tuyas; asintiendo también señas remites 
y, cuanto por el movimiento de tu hermosa boca sospecho, 
palabras contestas que a los oídos no llegan nuestros… 
Éste yo soy. Lo he sentido, y no me engaña a mí imagen mía: 
me abraso en amor de mí, llamas muevo y llamas llevo. 
 ¿Qué he de hacer? ¿Sea yo rogado o ruegue? ¿Qué desde ahora rogaré? 
Lo que deseo conmigo está: pobre a mí mi provisión me hace. 
Oh, ojalá de nuestro cuerpo separarme yo pudiera, 
voto en un amante nuevo: quisiera que lo que amamos estuviera ausente… 
Y ya el dolor de fuerzas me priva y no tiempos a la vida 
 mía largos restan, y en lo primero me extingo de mi tiempo, 
y no para mí la muerte grave es, que he de dejar con la muerte los dolores. 
Éste, el que es querido, quisiera más duradero fuese. 
Ahora dos, concordes, en un aliento moriremos solo.” 
Dijo, y al rostro mismo regresó, mal sano, 
 y con lágrimas turbó las aguas, y oscura, movido
el lago, le devolvió su figura, la cual como viese marcharse: 
“¿A dónde rehúyes? Quédate y no a mí, cruel, tu amante, 
me abandona”, clamó. “Pueda yo, lo que tocar no es, 
contemplar, y a mi desgraciado furor dar alimento.” 

 Y mientras se duele, la ropa se sacó arriba desde la orilla 
y con marmóreas palmas se sacudió su desnudo pecho. 
Su pecho sacó, sacudido, de rosa un rubor, 
no de otro modo que las frutas suelen, que, cándidas en parte, 
en parte rojean, o como suele la uva en los varios racimos 
 llevar purpúreo, todavía no madura, un color. 
Lo cual una vez contempló, transparente de nuevo, en la onda, 
no lo soportó más allá, sino como consumirse, flavas, 
con un fuego leve las ceras, y las matutinas escarchas, 
el sol al templarlas, suelen, así, atenuado por el amor, 
 se diluye y poco a poco cárpese por su tapado fuego, 
y ni ya su color es el de, mezclado al rubor, candor, 
ni su vigor y sus fuerzas, y lo que ahora poco visto complacía, 
ni tampoco su cuerpo queda, un día el que amara Eco. 

La cual, aun así, cuando lo vio, aunque airada y memoriosa, 
 hondo se dolió, y cuantas veces el muchacho desgraciado: “ahay”, 
había dicho, ella con resonantes voces iteraba, “ahay.” 
Y cuando con las manos se había sacudido él los brazos suyos, 
ella también devolvía ese sonido, de golpe de duelo, mismo. 
La última voz fue ésta del que se contemplaba en la acostumbrada onda: 
 “Ay, en vano querido muchacho”, y tantas otras palabras 
remitió el lugar, y díchose adiós, “adiós” dice también Eco. 
Él su cabeza cansada en la verde hierba abajó, 
sus luces la muerte cerró, que admiraban de su dueño la figura. 
Entonces también, a sí, después que fue en la infierna sede recibido, 
 en la estigia agua se contemplaba. En duelo se golpearon sus hermanas 
las Náyades, y a su hermano depositaron sus cortados cabellos, 
en duelo se golpearon las Dríades: sus golpes asuena Eco. 
Y ya la pira y las agitadas antorchas y el féretro preparaban: 
en ninguna parte el cuerpo estaba; zafranada, en vez de cuerpo, una flor 
 encuentran, a la que hojas en su mitad ceñían blancas.



martes, 8 de noviembre de 2011

Mi interpretación del poema Ítaca, de Kavafis

Kavafis, en este poema, intenta explicar la verdadera esencia de la vida. Explica los diferentes procesos por los que pasan los humanos, y compara la vida con un viaje. Un viaje lleno de prejuicios y dificultades, pero al fin y al cabo hermoso si sabes apreciar los pequeños detalles y puedes sacar un lado positivo de cada una de las batallas que se juegan en la guerra de la vida. Un viaje en el que luchar es tu prioridad y vivir mil aventuras tu máxima recompensa. Para poder hacer más comprensible su visión de la vida se apoya en la obra de Homero, La Odisea.
Menciona a los lestrigones y a los cíclopes y los une a la idea de que todo está en la mente, si piensas que te van a ganar la batalla lo harán, si parecen más fuertes que tú y te asustas, finalmente acabarán venciéndote. De esta manera alude a los prejuicios y condicionamientos que se experimentan en la vida. Así también, une los largos años que estuvo Ulises deseando llegar a Ítaca, siendo este lugar de descanso, cariño y seguridad, con el tiempo que tarda el cuerpo y la mente en llegar a ese punto de estabilidad. Cada reto que te propone la vida es una de las aventuras de Ulises, de las que siempre aprende algo, de las que suma experiencia, conocimiento y sentimiento de superación y llega a Ítaca sintiéndose pleno.
Kavafis así, quiere “argumentar” y dar a entender que no tienes que buscar recompensas económicas y materiales, y que la vida con dificultades te acaba premiando con cada uno de los valores que se suman en ti en cada hazaña. De esta forma llegarás a Ítaca sin ser rey, pero más afortunado que este.

lunes, 17 de octubre de 2011

Tres vídeos sobre los orígenes del teatro en Grecia


A continuación tenéis tres vídeos de you tube que os servirán de iniciación al  tema que empezamos: Los orígenes del teatro y la tragedia griega 




viernes, 7 de octubre de 2011

La Odisea



LA ODISEA .  CANTO I 
LOS DIOSES DECIDEN EN ASAMBLEA. EL RETORNO DE ODISEO

Cuéntame, Musa, la historia del hombre de muchos senderos,
que anduvo errante muy mucho después de Troya sagrada asolar;
vio muchas ciudades de hombres y conoció su talante,
y dolores sufrió sin cuento en el mar tratando
de asegurar la vida y el retorno de sus compañeros.
Mas no consiguió salvarlos, con mucho quererlo,
pues de su propia insensatez sucumbieron víctimas,
¡locas! de Hiperión Helios las vacas comieron,
y en tal punto acabó para ellos el día del retorno.
Diosa, hija de Zeus, también a nosotros,
cuéntanos algún pasaje de estos sucesos.

Ello es que todos los demás, cuantos habían escapado a la amarga muerte, estaban en casa, dejando atrás la guerra y el mar. Sólo él estaba privado de regreso y esposa, y lo retenía en su cóncava cueva la ninfa Calipso, divina entre las diosas, deseando que fuera su esposo.

Y el caso es que cuando transcurrieron los años y le llegó aquel en el que los dioses habían hilado que regresara a su casa de Itaca, ni siquiera entonces estuvo libre de pruebas; ni cuando estuvo ya con los suyos. Todos los dioses se compadecían de él excepto Poseidón, quién se mantuvo siempre rencoroso con el divino Odiseo hasta que llegó a su tierra.



El siguiente enlace os llevará a una página sobre mitología y textos clásicos. En el apartado sobre  La Odisea se presentan algunos  fragmentos representativos acompañados de ilustraciones, pinturas, cerámicas inspiradas en el texto homérico
 http://web.usal.es/~hvl/Mitos/odisea.htm#iraposidon

Si queréis acceder al texto completo, sólo tenéis que pinchar este otro en lace:

martes, 4 de octubre de 2011

La Ilíada, canto XXIV (fragmento)


40 Así habló el benéfico Hermes; y subiendo al carro, recogió al instante el látigo y las riendas e infundió gran vigor a los corceles y mulos. Cuando llegaron al foso y a las torres que protegían las naves, los centinelas comenzaban a preparar la cena, y el mensajero Argifontes los adormeció a todos; en seguida abrió la puerta, descorriendo los cerrojos, e introdujo a Príamo y el carro que llevaba los espléndidos regalos. Llegaron, por fin, a la alta tienda que los mirmidones habían construido para el rey con troncos de abeto, techándola con frondosas cañas que cortaron en la pradera: rodeábala una gran cerca de muchas estacas y tenía la puerta asegurada por un barra de abeto que quitaban o ponían tres aqueos juntos, y sólo Aquileo la descorría sin ayuda. Entonces el benéfico Hermes abrió la puerta e introdujo al anciano y los presentes para el Pelida, el de los pies ligeros. Y apeándose del carro, dijo a Príamo:
460 —¡Oh anciano! Yo soy un dios inmortal, soy Hermes; y mi padre me envió para que fuese tu guía. Me vuelvo antes de llegar a la presencia de Aquileo, pues sería indecoroso que un dios inmortal se tomara públicamente tanto interés por los mortales. Entra tú, abraza las rodillas del Pelida, y suplícale por su padre, por su madre de hermosa cabellera y por su hijo, a fin de que conmuevas su corazón.
468 Cuando esto hubo dicho, Hermes se encaminó al vasto Olimpo. Príamo saltó del carro a tierra, dejó a Ideo para que cuidase de los caballos y mulos, y fue derecho a la tienda en que moraba Aquileo, caro a Zeus. Hallóle solo —sus amigos estaban sentados aparte—, y el héroe Automedonte y Alcimo, vástago de Ares, le servían, pues acababa de cenar, y si bien ya no comía ni bebía, aún la mesa continuaba puesta. El gran Príamo entró sin ser visto, y acercándose a Aquileo, abrazóle las rodillas y besó aquellas manos terribles, homicidas, que habían dado muerte a tantos hijos suyos. Como quedan atónitos los que, hallándose en la casa de un rico, ven llegar a un hombre que tuvo la desgracia de matar en su patria a otro varón y ha emigrado a país extraño, de igual manera asombróse Aquileo de ver a Príamo, semejante a un dios, y los demás se sorprendieron también y se miraron unos a otros. Y Príamo suplicó a Aquileo, dirigiéndole estas palabras:
486 —Acuérdate de tu padre, oh Aquileo, semejante a los dioses, que tiene la misma edad que yo y ha llegado a los funestos umbrales de la vejez. Quizás los vecinos circunstantes le oprimen y no hay quien le salve del infortunio y la ruina; pero al menos aquél, sabiendo que tú vives, se alegra en su corazón y espera de día en día que ha de ver a su hijo, llegado de Troya. Mas yo, desdichadísimo, después que engendré hijos valientes en la espaciosa Ilión, puedo decir que de ellos ninguno me queda. Cincuenta tenía cuando vinieron los aqueos: diecinueve eran de una misma madre; a los restantes, diferentes mujeres los dieron a luz en el palacio. A los más el furibundo Ares les quebró las rodillas; y el que era único para mí y defendía la ciudad y a sus habitantes, a éste tu lo mataste poco ha mientras combatía por la patria, a Héctor; por quien vengo ahora a las naves de los aqueos, con un cuantioso rescate, a fin de redimir su cadáver. Respeta a los dioses, Aquileo y apiádate de mí, acordándote de tu padre; yo soy aún más digno de compasión que él, puesto que me atreví a lo que ningún otro mortal de la tierra: a llevar a mis labios la mano del hombre matador de mis hijos.

507 Así habló. A Aquileo le vino deseo de llorar por su padre; y cogiendo la mano de Príamo, apartóle suavemente. Los dos lloraban afligidos por los recuerdos: Príamo acordándose de Héctor, matador de hombres, derramaba copiosas lágrimas postrado a los pies de Aquileo; éste las vertía, unas veces por su padre y otras por Patroclo; y los gemidos de ambos resonaban en la tienda. Mas así que el divino Aquileo estuvo saciado de llanto y el deseo de sollozar cesó en su corazón, alzóse de la silla, tomó por la mano al viejo para que se levantara, y mirando compasivo la cabeza y la barba encanecidas, díjole estas aladas palabras:
518 —¡Ah infeliz! Muchos son los infortunios que tu ánimo ha soportado. ¿Cómo te atreviste a venir solo a las naves de los aqueos y presentarte al hombre que te mató tantos y tan valientes hijos? De hierro tienes el corazón. Mas, ea, toma asiento en esta silla; y aunque los dos estamos afligidos, dejemos reposar en el alma las penas, pues el triste llanto para nada aprovecha. Los dioses condenaron a los míseros mortales a vivir en la tristeza, y sólo ellos están descuitados. En los umbrales del palacio de Zeus hay dos toneles de dones que el dios reparte: en el uno están los azares y en el otro las suertes. Aquel a quien Zeus, que se complace en lanzar rayos, se los da mezclados, unas veces topa con la desdicha y otras con la buena ventura; pero el que tan sólo recibe azares, vive con afrenta, una gran hambre le persigue sobre la divina tierra, y va de un lado para otro sin ser honrado ni por los dioses ni por los hombres.
534 Así las deidades hicieron a Peleo grandes mercedes desde su nacimiento: aventajaba a los demás hombres en felicidad y riqueza, reinaba sobre los mirmidones, y siendo mortal, tuvo por mujer a una diosa; pero también le impusieron un mal: que no tuviese hijos que reinaran luego en el palacio. Tan sólo uno engendró, a mí, cuya vida ha de ser breve, y no le cuido en su vejez, porque permanezco en Troya, lejos de la patria, para contristarte a ti y a tus hijos. Y dicen que también tú, oh anciano, fuiste dichoso en otro tiempo; y que en el espacio que comprende Lesbos, donde reinó Macar, y más arriba la Frigia hasta el Helesponto inmenso, descollabas entre todos por tu riqueza y por tu prole. Mas, desde que los dioses celestiales te trajeron esta plaga, sucédense alrededor de la ciudad las batallas y las matanzas de hombres. Súfrelo resignado y no dejes que se apodere de tu corazón un pesar continuo, pues nada conseguirás afligiéndote por tu hijo, ni lograrás que se levante; y quizás tengas que padecer una nueva desgracia.
552 Respondió el anciano Príamo, semejante a un dios: — No me hagas sentar en esta silla, alumno de Zeus, mientras Héctor yace insepulto en la tienda. Entrégamelo para que lo contemple con mis ojos, y recibe el cuantioso rescate que te traemos. Ojalá puedas disfrutar de él y volver a tu patria, ya que ahora me has dejado vivir y ver la luz del sol.
559 Mirándole con torva faz, le dijo Aquileo, el de los pies ligeros: —¡No me irrites más, oh anciano! Dispuesto estoy a entregarte el cadáver de Héctor, pues para ello Zeus envióme como mensajera la madre que me parió, la hija del anciano del mar. Comprendo también, y no se me oculta, que un dios te trajo a las veleras naves de los aqueos; porque ningún mortal, aunque estuviese en la flor de la juventud, se atrevería a venir al ejército, ni entraría sin ser visto por los centinelas, ni quitaría con facilidad la barra que asegura la puerta. Abstente, pues, de exacerbar los dolores de mi corazón; no sea que deje de respetarte, oh anciano, a pesar de que te hallas en mi tienda y eres un suplicante, y viole las ordenes de Zeus.
571 Tales fueron sus palabras. El anciano sintió temor y obedeció el mandato. El Pelida, saltando como un león, salió de la tienda; y no se fue solo, pues le siguieron el héroe Automedonte y Alcimo, que eran los compañeros a quienes más apreciaba después del difunto Patroclo. En seguida desengancharon los caballos y los mulos, introdujeron al heraldo del anciano, haciéndole sentar en una silla, y quitaron del lustroso carro los cuantiosos presentes destinados al rescate de Héctor. Tan solo dejaron dos palios y una túnica bien tejida, para envolver el cadáver antes que Príamo se lo llevase al palacio. Aquileo llamó entonces a los esclavos y les mandó que lavaran y ungieran el cuerpo de Héctor, trasladándolo a otra parte para que Príamo no le advirtiese; no fuera que afligiéndose al ver a su hijo, no pudiese reprimir la cólera en su pecho e irritase el corazón de Aquileo, y éste le matara, quebrantando las órdenes de Zeus. Lavado ya y ungido con aceite, las esclavas lo cubrieron con la túnica y el hermoso palio; después el mismo Aquileo lo levantó y colocó en un lecho, y por fin los compañeros lo subieron al lustroso carro. Y el héroe suspiró y dijo, nombrando a su amigo:
592 —No te enojes conmigo, oh Patroclo, si en el Hades te enteras de que he entregado el cadáver del divino Héctor al padre de este héroe; pues me ha traído un rescate digno, y consagraré a tus manes la parte que te es debida.
596 Habló así el divino Aquileo y volvió a la tienda. Sentóse en la silla labrada que antes ocupara, de espaldas a la pared, frente a Príamo, y hablóle en estos términos:
599 —Tu hijo, oh anciano, rescatado está, como pedías: yace en un lecho, y cuando asome el día podrás verlo y llevártelo. Ahora pensemos en cenar; pues hasta Níobe, la de hermosas trenzas, se acordó de tonar alimento cuando en el palacio murieron sus doce vástagos/.../ cuidemos también nosotros de comer, y más tarde, cuando hayas transportado el hijo a Ilión, podrás hacer llanto sobre el mismo. Y será por ti muy llorado.

621 Dijo el veloz Aquileo, y levantándose, degolló una cándida oveja: sus compañeros la desollaron y prepararon, la descuartizaron con arte; y cogiendo con pinchos los pedazos, los asaron cuidadosamente y los retiraron del fuego. Automedonte repartió pan en hermosas canastillas y Aquileo distribuyó la carne. Ellos alargaron la diestra a los manjares que tenían delante; y cuando hubieron satisfecho el deseo de comer y de beber, Príamo Dardánida admiró la estatura y el aspecto de Aquileo, pues el héroe parecía un dios; y a su vez, Aquileo admiró a Príamo Dardánida, contemplando su noble rostro y escuchando sus palabras. Y cuando se hubieron deleitado, mirándose el uno al otro, el anciano Príamo, semejante a un dios, dijo el primero:
635 —Permite, oh alumno de Zeus, que me acueste y disfrute del dulce sueño. Mis ojos no se han cerrado desde que mi hijo murió a tus manos; pues continuamente gimo y devoro pesares innúmeros, revolcándome por el estiércol en el recinto del patio. Ahora he probado la comida y rociado con el negro vino la garganta, lo que desde entonces no había hecho.
643 Dijo. Aquileo mandó a sus compañeros y a las esclavas que pusieran camas debajo del pórtico, las proveyesen de hermosos cobertores de púrpura, extendiesen tapetes encima de ellos y dejasen afelpadas túnicas para abrigarse. Las esclavas salieron de la tienda llevando sendas hachas encendidas; y aderezaron diligentemente dos lechos. Y Aquileo, el de los pies ligeros, dijo en tono burlón a Príamo:
650 —Acuéstate fuera de la tienda, anciano querido; no sea que alguno de los caudillos aqueos venga, como suelen, a consultarme sobre sus proyectos; si alguno de ellos te viera durante la veloz y obscura noche, podría decirlo a Agamemnón, pastor de pueblos, y quizás se diferiría la entrega del cadáver. Mas, ea, habla y dime con sinceridad cuantos días quieres para hacer honras al divino Héctor; y durante este tiempo permaneceré quieto y contendré al ejército.

659 Respondióle el anciano Príamo, semejante a un dios: — Si quieres que yo pueda celebrar los funerales del divino Héctor, obrando como voy a decirte, oh Aquileo, me dejarías complacido. Ya sabes que vivimos encerrados en la ciudad; la leña hay que traerla de lejos, del monte; y los troyanos tienen mucho miedo. Durante nueve días le lloraremos en el palacio, en el décimo le sepultaremos y el pueblo celebrará el banquete fúnebre, en el undécimo erigiremos un túmulo sobre el cadáver y en el duodécimo volveremos a pelear, si necesario fuere.
668 Contestóle el divino Aquileo el de los pies ligeros: — Se hará como dispones, anciano Príamo, y suspenderé el combate durante el tiempo que me pides.
671 Dichas estas palabras, estrechó la diestra del anciano para que no abrigara en su alma temor alguno. El heraldo y Príamo, prudentes ambos, se acostaron en el vestíbulo. Aquileo durmió en el interior de la tienda sólidamente construida, y a su lado descansó Briseida, la de hermosas mejillas.

677 Las demás deidades y los hombres que combaten en carros durmieron toda la noche, vencidos del dulce sueño; pero éste no se apoderó del benéfico Hermes, que meditaba cómo sacaría del recinto de las naves a Príamo sin que lo advirtiesen los sagrados guardianes de las puertas. Y poniéndose encima de la cabeza del rey, así le dijo:
683 —¡Oh anciano! No te preocupa el peligro cuando así duermes en medio de los enemigos, después que Aquileo te ha respetado. Acabas de rescatar a tu hijo, dando muchos presentes; pero los otros hijos que dejaste en Troya tendrían que ofrecer tres veces más para redimirte vivo, si llegasen a descubrirte Agamemnón Atrida y los aqueos todos.
689 Así habló. El anciano sintió temor, y despertó al heraldo. Hermes unció los caballos y los mulos y acto continuo los guió a través del ejército sin que nadie se percatara.
692 Mas, al llegar al vado del voraginoso Janto, río de hermosa corriente que el inmortal Zeus engendró, Hermes se fue al vasto Olimpo. Eos de azafranado velo se esparcía por toda la tierra cuando ellos, gimiendo y lamentándose, guiaban los corceles hacia la ciudad, y les seguían los mulos con el cadáver. Ningún hombre ni mujer de hermosa cintura los vio llegar antes que Casandra, semejante a la dorada Afrodita; pues, subiendo a Pérgamo, distinguió el carro con su padre y el heraldo, pregonero de la ciudad, y vio detrás a Héctor, tendido en un lecho que los mulos conducían. En seguida prorrumpió en sollozos, y fue clamando por toda la población.
704 —Venid a ver a Héctor, troyanos y troyanas, si otras veces os alegrasteis de que volviese vivo del combate; porque era el regocijo de la ciudad y de todo el pueblo.
707 Tal dijo, y ningún hombre ni mujer se quedó dentro de los muros. Todos sintieron intolerable dolor y fueron a encontrar cerca de las puertas al que les traía el cadáver. La esposa querida y la veneranda madre, echándose las primeras sobre el carro de hermosas ruedas y tomando en sus manos la cabeza de Héctor, se arrancaban los cabellos; y la turba las rodeaba llorando. Y hubieran permanecido delante de las puertas todo el día, hasta la puesta del sol, derramando lágrimas por Héctor, si el anciano no les hubiese dicho desde el carro:
716 —Haceos a un lado y dejad que pase con las mulas; y una vez lo haya conducido al palacio, os saciaréis de llanto.
718 Así habló; y ellos, apartándose, dejaron que pasara el carro. Dentro ya del magnífico palacio, pusieron el cadáver en un torneado lecho e hicieron sentar a su alrededor cantores que entonaran el treno; éstos cantaban con voz lastimera, y las mujeres respondían con gemidos. Y en medio de ellas Andrómaca, la de níveos brazos, que sostenía con las manos la cabeza de Héctor, matador de hombres, dio comienzo a las lamentaciones, exclamando:
725 —¡Esposo mío! Saliste de la vida cuando aún eras joven, y me dejas viuda en el palacio. El hijo que nosotros, ¡infelices!, hemos engendrado, es todavía infante y no creo que llegue a la juventud, antes será la ciudad arruinada desde su cumbre. Porque has muerto tú, que eras su defensor, el que la salvaba, el que protegía a las venerables matronas y a los tiernos infantes. Pronto se las llevarán en las cóncavas naves y a mí con ellas. Y tú, hijo mío, o me seguirás y tendrás que ocuparte en viles oficios, trabajando en provecho de un amo cruel; o algún aqueo te cogerá de la mano y te arrojará de lo alto de una torre, ¡muerte horrenda!, irritado porque Héctor le matara el hermano, el padre o el hijo; pues muchos aqueos mordieron la vasta tierra a manos de Héctor. No era blando tu padre en la funesta batalla, y por esto le lloran todos en la ciudad. ¡Oh Héctor! Has causado a tus padres llanto y dolor indecibles, pero a mí me aguardan las penas más graves. Ni siquiera pudiste, antes de morir, tenderme los brazos desde el lecho, ni hacerme saludables advertencias, que hubiera recordado siempre, de noche y de día, con lágrimas en los ojos.
746 Esto dijo llorando, y las mujeres gimieron. Y entre ellas, Hécabe empezó a su vez el funeral lamento:
748 —¡Héctor, el hijo más amado de mi corazón! No puede dudarse de que en vida fueras caro a los dioses, pues no se olvidaron de ti en el trance fatal de tu muerte. Aquileo, el de los pies ligeros, a los demás hijos míos que logró coger, vendiólos al otro lado del mar estéril, en Samos, Imbros o Lemnos, de escarpada costa; a ti, después de arrancarte el alma con el bronce de larga punta, te arrastraba muchas veces en torno del sepulcro de su compañero Patroclo, a quien mataste, mas no por esto resucitó a su amigo. Y ahora yaces en el palacio tan fresco como si acabaras de morir y semejante al que Apolo, el del argénteo arco, mata con sus suaves flechas.
760 Así habló, derramando lágrimas, y excitó en todos vehemente llanto. Y Helena fue la tercera en dar principio al funeral lamento:
762 —¡Héctor, el cuñado más querido de mi corazón! Mi marido, el deiforme Alejandro, me trajo a Troya, ¡ojalá me hubiera muerto antes! y en los veinte años que van transcurridos desde que vine y abandoné la patria, jamás he oído de tu boca una palabra ofensiva o grosera; y si en el palacio me increpaba alguno de los cuñados, de las cuñadas o de las esposas de aquéllos, o la suegra —pues el suegro fue siempre cariñoso como un padre—, contenías su enojo, aquietándolos con tu afabilidad y tus suaves palabras. Con el corazón afligido, lloro a la vez por ti y por mí, desgraciada; que ya no habrá en la vasta Troya quien me sea benévolo ni amigo, pues todos me detestan.
776 Así dijo llorando, y la inmensa muchedumbre prorrumpió en gemidos. Y el anciano Príamo dijo al pueblo:
778 —Ahora, troyanos, traed leña a la ciudad y no temáis ninguna emboscada por parte de los argivos; pues Aquileo, al despedirme en las negras naves, me prometió no causarnos daño hasta que llegue la duodécima aurora.
782 De este modo les habló. Pronto la gente del pueblo, unciendo a los carros bueyes y mulos, se reunió fuera de la ciudad. Por espacio de nueve días acarrearon abundante leña, y cuando por décima vez apuntó Eos, que trae la luz a los mortales, sacaron, con los ojos preñados de lágrimas, el cadáver del audaz Héctor, lo pusieron en lo alto de la pira, y le prendieron fuego.
788 Mas, así que se descubrió la hija de la mañana, Eos de rosados dedos, congregóse el pueblo en torno de la pira del ilustre Héctor. Y cuando todos se hubieron reunido, apagaron con negro vino la parte de la pira a que la llama había alcanzado; y seguidamente los hermanos y los amigos, gimiendo y corriéndoles las lágrimas por las mejillas, recogieron los blancos huesos y los colocaron en una urna de oro, envueltos en fino velo de púrpura. Depositaron la urna en el hoyo, que cubrieron con muchas y grandes piedras, amontonaron la tierra y erigieron el túmulo. Habían puesto centinelas por todos lados, para vigilar si los aqueos, de hermosas grebas, los atacaban. Levantado el túmulo, volviéronse: y reunidos después en el palacio del rey Príamo, alumno de Zeus, celebraron el espléndido banquete fúnebre.
804 Así celebraron las honras de Héctor, domador de caballos.